Tumbada en la cama, con la vista clavada en el techo, lejana y ausente. En el despertador los minutos seguían pasando.
Como siempre, mil ideas la rodeaban, y, por mucho que lo necesitase, no dormía.
Eran ataques a su cerebro, a lo que creía... A sus sentimientos.
O quizá no. Tal vez no era lo que creía, sino lo que quería creer. Tenía su castillo, un castillo fuerte, resistente. Pero ese castillo comenzaba a tener grietas, se venía abajo por momentos, a pesar de sus esfuerzos por mantenerlo en pie, a pesar de ello mentirse a si misma por sostenerlo un poco más.
¿Cómo había llegado hasta allí? Ella, que se juró no permitirse nada igual, que se prometió no mentirse, no dejarse llevar hasta el punto de no poder salir impune de aquello.
Pero los sentimientos son traicioneros, y ella lo está descubriendo poco a poco. La hacen llegar mucho más lejos de lo que nunca se creyó capaz. Y llegando más lejos la traen hasta este punto, esta situación desconocida. Lo que ha aprendido antes no le sirve ahora, esto es completamente nuevo, y requiere una solución nueva.
No la encuentra. Ese es el principio y el fin de sus pensamientos: la solución.
Gira lentamente la cabeza, y su mirada se clava en la persona que duerme a su lado. Él es la solución, de hecho, él es todas las soluciones posibles, ella lo sabe, está segura.
Vuelve a mirar al techo. Sabe que aún le quedan muchas horas hasta ver amanecer. Horas que pasará en silencio, pensando en qué resbaladiza solución es la correcta.
No puede perder tiempo, las cosas hasta ahora han seguido funcionando pero...